sábado, 1 de enero de 2011

Gracias, traductores (literarios)

San Jerónimo, Escuela de Jan Van Eyck
El traductor es el mediador que internacionaliza a genios que, de no ser traducidos, no pasarían de serlo solamente de un pueblo.
Ramón Irigoyen

¿Cuántos nombres podrías decir de traductores? es la pregunta que Ramón Irigoyen me espeta desde su breve artículo en La Voz de Galicia, Traductores. Dejo en suspenso la lectura e intento contestarla. Aparte de Baudelaire y Cortázar, no consigo recordar más de dos nombres (entre ellos el de un amigo). Dirijo mi mirada a la mesa donde tengo algunas de mis últimas lecturas y a las estanterías de mi biblioteca:
Sonetos, W. Shakespeare y Andrés Ehrenhaus

Nueva Enciclopedia, A. Savinio y Jesús Pardo

Cuentos completos , E. A. Poe y Julio Cortázar

Jacques el fatalista, D. Diderot y Ana María Holzbacher

El oficio de vivir C. Pavese y Ángel Crespo

El libro del desasosiego, F. Pessoa y Perfecto E. Cuadrado

Tres poetas de sus vidas, Stefan Zweig y José Anibal Campos

Decamerón, G. Boccaccio e Moisés Barcia


... (Les invito a que continúen la lista con sus libros favoritos)

El corpus de traducciones en mi biblioteca es casi tan amplio como el de originales y sin ellas no hubiese disfrutado de muchas joyas literarias. Es por esto que un poético y justiciero gusanillo me atiza una colleja y me hace pensar en el injusto olvido de la figura del traductor.

Sé de su labor, de su oficio casi siempre mal pagado y poco reconocido, de su apuesta siempre arriesgada y del impagable tiempo dedicado. El buen traductor es un buen escritor, necesita talento, conocimiento y manejo preciso de todos los registros de ambas lenguas, no sólo transcribe, sino que de-construye para volver a construir, interpreta y reescribe, y en esa reescritura siempre apuesta y arriesga: qué elegir, ¿mantener el ritmo, respetar el significado literal? ¿cuál es la palabra justa? ¿cómo interpretar una poética y surrealista imagen?

Un buen traductor ha de documentarse de la especificidad del lenguaje de la época y del contexto histórico en que transcurre la obra que traduce, conocer el tiempo en el que vivió el autor y, en no pocas ocasiones, empaparse de la vida de éste, saber de sus anécdotas, de sus amigos, de sus intimidades…

En definitiva, además de verter de una lengua a otra, lleva a cabo una amplia tarea de investigación y exhaustiva documentación, un trabajo en la sombra que pasa desapercibido y no se aprecia porque el lector sólo ve la punta del iceberg, la traducción limpia que llega a sus manos.

Confieso que ignoraba la existencia del Día Internacional del Traductor, el 30 de septiembre, y que su patrono es San Jerónimo, el traductor de la Vulgata, la versión latina de la Biblia, hecha desde el hebreo y desde el griego. Reconozco que necesito de las utopías lingüísticas y que el único traidor que merece mi aprecio, admiración y respeto es un buen traductor. Gracias Ramón Irigoyen por recordar y reivindicar un valioso trabajo. Gracias por existir, Traductores.








Pinchando en los pies de imagen podrán obtener información sobre la Piedra de Rosetta y la Malinche en una breve y entretenida historia que Eduardo Villaquirá hace Sobre los interpretes y traductores. Se la recomiendo. 
 


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