En los últimos lustros se han podido constatar importantes cambios
en los tribunales españoles que prueban la profunda transformación
política y demográfica que se ha dado en España. Nuestro país, que hasta
hace no tanto era una nación emisora de emigrantes, ha pasado a ser un
Estado receptor de inmigrantes a la par que miembro integrante de la
Unión Europea y de un mundo cada vez más globalizado, un lugar en el que
los diferentes intereses políticos, comerciales y personales se han ido
entrelazando hasta unos límites insospechados. Las distancias se han
reducido, y en la actualidad ya no le extraña a nadie ver pleitear a un
ciudadano comunitario o extracomunitario en los tribunales españoles.
Las causas en las que las partes intervinientes son de nacionalidad
extranjera y desconocedoras de nuestro idioma se han convertido en algo
habitual y, definitivamente, natural en sede judicial. La integración
internacional de España ha conllevado un progresivo e importante aumento
de la cooperación jurídica internacional, originando un volumen
incesante de documentos judiciales y comisiones rogatorias que se
remiten entre los juzgados nacionales y extranjeros.
Ahora bien, el fenómeno de la creciente internacionalización a la
que se ven sometidos nuestros juzgados ha revelado ciertas carencias en
uno de los requisitos fundamentales e imprescindibles para poder
impulsar un procedimiento con las debidas garantías: la necesidad
creciente de intérpretes judiciales profesionales y debidamente
cualificados. La cuestión no es ni mucho menos insignificante. Los
intérpretes judiciales asisten en la tarea de la comunicación a la
Administración de Justicia y a las diferentes partes que intervienen en
un proceso judicial y constituyen el nexo de unión comunicativo entre el
ciudadano, los abogados y, cómo no, los jueces. La tarea de los
intérpretes que trabajan en los juzgados deviene así en un requisito
indispensable de la propia justicia, ya que difícilmente cabe juzgar un
asunto o defender a una persona si se carece de una comunicación fluida
con la parte afectada, los testigos o, en su caso, la víctima
extranjera.
Sin embargo, mientras que las causas con extranjeros han ido en
aumento, se ha podido constatar que el legislador no se ha adaptado a
dicha situación, quedándose en una regulación legal propia del siglo xix.
Es decir, una normativa procesal que, lejos de abordar la problemática
relacionada con dicho asunto, peca de una cierta buena voluntad que
resulta decididamente insuficiente en el año 2011. La vertiente
normativa es doble porque a la insuficiencia de regular los requisitos
imprescindibles que un intérprete judicial debería reunir para poder
actuar en los tribunales, le hemos de añadir la ausencia de una
regulación deontológica de la profesión, esto es, unos principios
rectores que guíen el ejercicio del profesional.
Por si todo esto no fuera suficiente, la Administración de Justicia
se ha desentendido del servicio de traducción e interpretación en muchos
juzgados y ha dejado de ser el proveedor y organizador de dicha
prestación. Por lo tanto, lejos de abordar el problema con firmeza,
creando una estructura sólida y garantista, se ha preferido externalizar
los servicios de traducción e interpretación y contratar a empresas
privadas cuyo servicio ha quedado en entredicho en reiteradas ocasiones.
Las razones aducidas por parte de la Administración son varias, pero se
sintetizan en criterios de tipo económico y organizativo.
En consecuencia, la situación actual es turbadora y el resultado
de una combinación de varios elementos sombríos: la incomprensión de la
importancia de la tarea del intérprete judicial mezclada con una
normativa anticuada, carente de estipulaciones mínimas, y unos criterios
económicos que imperan sobre el conjunto, donde lo asequible prima por
encima de lo cualitativo.
Difícilmente cabe analizar aquí de manera exhaustiva todos y
cada uno de los problemas de los intérpretes judiciales, pero quisiera
aprovechar este espacio para reseñar algunos de los puntos que considero
de cierto interés para los compañeros de la profesión.
1. La ausencia de una regulación legal moderna
El primer punto que llama la atención es la laguna normativa con la
que nos encontramos en lo relativo a los requisitos que debería reunir
un intérprete judicial. En ese sentido, hay que diferenciar el derecho
que toda persona tiene a ser asistida ante un tribunal por un
intérprete, de la regulación intrínseca de la profesión.
El citado derecho de asistencia de un intérprete ante un tribunal
no ofrece mayor duda. Se trata de una garantía básica recogida en
diversas normas internacionales y nacionales. En primer lugar, nos
encontramos con el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y
de las Libertades Fundamentales, aprobado por el Consejo de Europa el 4
de noviembre de 1950, que exige como derecho fundamental para un
proceso equitativo la asistencia de un intérprete.
1 Este esquema se repite de manera análoga en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 16 de diciembre de 1966.
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Ambos textos consagran el derecho a ser asistido gratuitamente por un
intérprete como un mínimo indispensable y, por ende, como un derecho
fundamental de toda persona ante un tribunal.
A nivel nacional es menester señalar que el derecho a la asistencia
de un intérprete se puede hallar en varias leyes procesales, pero
curiosamente no se encuentra en la propia Constitución Española.
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Lo cierto es que nuestra carta magna no contiene una referencia
explícita a dicha garantía, pero no por ello es inexistente desde el
punto de vista constitucional. Esto se debe a que los tratados
internacionales anteriormente indicados se han integrado en nuestro
ordenamiento por vía del artículo 96.1 de la Constitución Española.
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Por otra parte, resulta que la propia jurisprudencia ha entendido, a la
hora de interpretar la norma fundamental, que el derecho a un
intérprete queda cubierto por los artículos 17.3 y 24 de la Constitución
Española. Dicho de un modo sencillo, estos dos artículos expresan algo
bastante simple y de puro sentido común: para que un juicio sea justo,
ha de reunir un mínimo de garantías y, entre ellas, el derecho de la
parte a ser oída y poder declarar ante un tribunal para que, de ese
modo, pueda alegar lo que crea conveniente y defender su derecho y
posición. Claro está que, en caso de personas extranjeras, ello solo es
posible si logramos derribar previamente la barrera lingüística por
medio del intérprete.
No obstante, la garantía de ser asistido por un intérprete sí se
encuentra explícitamente recogida en las leyes procesales españolas.
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De forma adicional, dicha garantía también se ha recogido en la
denominada Carta de los Derechos del ciudadano ante la Justicia.
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Sin embargo, nuestras normas procesales nunca llegaron a desarrollar
adecuadamente los aspectos inherentes al trabajo de los intérpretes
judiciales y siguen, todavía hoy, estancadas en una regulación
decimonónica, impropia del siglo xxi.
Podemos observar, sin grandes dificultades, que seguimos legalmente en
unos tiempos pasados, a la vista del contenido de las siguientes tres
leyes:
La Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (
LOPJ)
fue el cauce a través del cual se desarrolló el mandato constitucional
de reorganización del poder judicial. No obstante, en lo que a los
intérpretes judiciales se refiere, la LOPJ no modificó las leyes
procesales ya existentes y apenas reguló este aspecto. En la actualidad,
la LOPJ determina que para las actuaciones orales se puede habilitar
como intérprete a cualquier persona conocedora de la lengua empleada
previo juramento o promesa de aquella.
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En el orden jurisdiccional penal, la Ley de Enjuiciamiento
Criminal (LECr), que data del año 1882, nos viene a decir que los
intérpretes serán elegidos entre los que tengan títulos de tales si es
que los hubiere en el pueblo y, en su defecto, un maestro del idioma en
cuestión. Si todo lo anterior falla, cabe nombrar a cualquier persona
que entienda el idioma. Como contrapartida, la misma ley también nos
dice en su artículo 762.8 que no es preciso que el intérprete tenga un
título oficial.
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La Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) fue reformada en profundidad a comienzos del siglo
xxi.
La Ley 1/2000, de 7 de enero de Enjuiciamiento Civil sustituyó así al
anterior cuerpo legal que provenía del año 1881, pero se abstuvo de
introducir una regulación moderna y acorde con el tiempo en el que
vivimos. El actual artículo 143.1 de la LEC dispone que se puede
habilitar como intérprete a cualquier persona conocedora de la lengua de
que se trate.
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Las leyes españolas nos revelan un paisaje legal desértico y absolutamente deficiente en relación a la interpretación judicial
En consecuencia, las leyes españolas nos revelan un paisaje legal
desértico y absolutamente deficiente en relación a la interpretación
judicial. Y el resultado es incluso más despiadado si lo comparamos con
las leyes de otros países europeos. En Austria, los intérpretes
judiciales han de acreditar, entre otras cosas, una experiencia previa
de varios años (la experiencia exigida varía en función de si son o no
titulados), superar un examen específico ante una comisión integrada por
jueces y expertos, y tener contratada una póliza de responsabilidad
civil que cubra un importe mínimo de 400 000 euros.
Como conclusión de este apartado, un dato insólito: en el Código Penal español podemos hallar un artículo
sui generis que establece la responsabilidad penal en la que pueden incurrir los intérpretes judiciales,
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lo cual no deja de ser un dato ciertamente extraordinario si tenemos en
cuenta que nuestro legislador nunca ha abordado minuciosamente las
condiciones mínimas e ineludibles para el desempeño de la profesión,
pero sí que nos tuvo en mente a la hora de redactar el Código Penal.
2. La deontología profesional
La rudimentaria regulación legal anteriormente expuesta se
complementa con la inexistencia oficial de unos criterios deontológicos
de la profesión, esto es, unas normas éticas que deben regir
obligatoriamente las actuaciones del intérprete judicial y su trabajo.
No cabe ignorar que el intérprete judicial se asemeja, en determinados
aspectos, a otras profesiones, como la de los abogados o los médicos, en
las que la normativa deontológica constituye un pilar básico de su
actuación profesional. Al igual que cualquier letrado o facultativo, el
intérprete judicial entra por razón de su trabajo en contacto con
derechos inviolables de cualquier persona siendo, a veces, testigo de
circunstancias íntimas y muy personales. Nos encontramos ante una
situación en la que una determinada acción u omisión del intérprete
puede suponer el quebrantamiento de las garantías procesales, la
revelación de intimidades personales o una transgresión del deber de
secreto de otros profesionales.
Las pautas de conducta que impone una norma deontológica, que en
muchas ocasiones es el resultado de la experiencia acumulada de los
profesionales llamados a cumplirla, constituyen no solo una garantía
para las partes procesales y los agentes judiciales sino, al mismo
tiempo, una protección de primera magnitud para el propio intérprete.
Porque, si el intérprete observa los principios que deberían regir su
actuación, puede evitar situaciones beligerantes y determinados
conflictos de intereses.
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En el campo específico de la interpretación judicial, la Asociación
Profesional de Traductores e Intérpretes Judiciales y Jurados (
APTIJ)
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aprobó en el año 2010 un Código Deontológico en el que se han recogido
los aspectos considerados como de mayor trascendencia para cualquier
intérprete judicial. A modo de ejemplo, el intérprete judicial no solo
ha de realizar una traducción e interpretación íntegra, veraz y
completa, sino que en su actuación permanecerá en todo momento
imparcial, no revelará información confidencial, será veraz en cuanto a
su formación y se abstendrá de intervenir en un asunto si carece de la
competencia adecuada para ello.
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Es importante señalar que los miembros de la APTIJ deben seguir y
cumplir las directrices del Código Deontológico de la asociación de
forma obligatoria.
Si relacionamos estos principios deontológicos con lo dicho en
cuanto a la responsabilidad penal en la que se puede incurrir como
intérprete judicial, comprobaremos que la observancia deontológica y el
cumplimiento de estas normas éticas no solo ayuda al buen hacer del
intérprete judicial, sino que constituye un formidable antídoto para
evitar entrar en contacto directo con el Código Penal.
3. La externalización de los servicios y la retribución del intérprete judicial autónomo
En los últimos años, la Administración de Justicia se ha inclinado
por subcontratar a empresas privadas los servicios de traducción e
interpretación para los juzgados. Se trata de un hecho que ha provocado
un incremento del coste de la prestación y que, de forma adicional, ha
ido en detrimento de la calidad del servicio.
Este fenómeno ha desmejorado considerablemente las condiciones
salariales de los intérpretes. Esto es de estricta lógica, dado que el
intérprete ya no cobra su retribución directamente de la Administración
de Justicia, sino que lo hace a través de un intermediario que percibe
parte del dinero que antes se destinaba íntegramente al intérprete. Así
nos hallamos ante un tercero, una empresa de naturaleza privada, que
persigue, como es natural, generar y maximizar sus beneficios pero, en
este caso concreto, a costa de una sustancial rebaja de las tarifas que
se les pagan a los intérpretes. Expresado en moneda contante y sonante
nos podemos encontrar con unas remuneraciones que oscilan, según el
idioma, entre 10 y 15 euros por hora efectivamente trabajada (sin
incluir el tiempo de espera o el desplazamiento), unos honorarios muy
por debajo de la retribución media y de los precios de mercado que un
intérprete profesional suele cobrar por dicha tarea.
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Por ello, no es de extrañar que muchos profesionales no estén
dispuestos a ser contratados por unas tarifas que, según ellos, atentan
contra su dignidad.
Pero aquí no termina el desacierto reinante, ya que algunos de los
intermediarios han aprovechado las lagunas legales para contratar a
personas inexpertas que sí están dispuestas a realizar labores de
interpretación por una fracción de lo que cobra un intérprete
profesional. Recuérdese que es algo perfectamente posible y lícito ya
que, según la ley española, cualquier persona conocedora de una lengua
puede actuar de intérprete en un juicio. De aquí que no sea extraño
encontrar a personas carentes de cualquier tipo de formación previa como
intérpretes realizando labores de este tipo en los juzgados.
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Los intermediarios han aprovechado las lagunas legales para contratar a personas inexpertas
La existencia de intermediarios y la subsiguiente merma de la retribución de los intérpretes autónomos o freelance
constituyen pues otro de los puntos que evidencian la actual disfunción
de los servicios de interpretación que se da en los juzgados. La
realidad de los hechos es que el conjunto de los factores expuestos ha
agravado las circunstancias retributivas de los intérpretes
profesionales, ahuyentándolos de los juzgados. Y la falta de una
retribución digna, acorde con la formación y la función del intérprete
judicial, en combinación con la ausencia de unos requisitos mínimos de
acceso, ha empeorado la calidad de los servicios de interpretación que
se prestan en los tribunales.
Todo lo anterior nos conduce a la cuestión de si las tarifas de
mercado que se cobran por las interpretaciones judiciales se pueden
considerar elevadas. En el día a día, muchos clientes se estremecen
cuando oyen que un intérprete profesional puede cobrar desde 90 euros en
adelante por cada hora de trabajo. Y, con cierta frecuencia, también
sucede que los clientes intentan abaratarle unilateralmente al
intérprete sus tarifas alegando que, en el fondo, su trabajo es una mera
simplicidad y, al fin y al cabo, un automatismo.
Pero
el argumento perece al instante si se comparan estas tarifas con los
demás costes y gastos que un procedimiento judicial genera. La
retribución de un buen intérprete judicial es una quimera en comparación
con los demás actores contratados y, en concreto, con los abogados,
procuradores y peritos que pueden intervenir en una causa. Y para
explicarlo nada mejor que un ejemplo. Supongamos que nos encontramos
ante un juicio civil o mercantil en el que las partes procesales
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discuten una cuestión cuya cuantía se ha fijado en 50 000 euros.
Pongamos, del mismo modo, que el gasto por el intérprete es a cargo de
una o de ambas partes procesales y que el intérprete ha fijado sus
honorarios en 120 euros/hora para una duración prevista del juicio de
dos horas. Por lo tanto, el intérprete cobrará 240 euros por dos horas
de trabajo, más el correspondiente IVA, lo que para algunos clientes
puede ser un auténtico motivo de alboroto.
Sin embargo, los honorarios por abogado y procurador de una sola
parte procesal ascenderían a una suma que se sitúa muy por encima de
esos 240 euros. Tomando como referencia los antiguos y ahora
desaparecidos criterios de honorarios de un colegio de abogados
cualquiera y los aranceles que regulan la actividad de los procuradores,
estaríamos hablando de unos 11 500 euros (sin IVA) por cada parte
procesal para la primera y la segunda instancia.
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En consecuencia, vemos que los honorarios del intérprete serían, en
comparación con los derechos del abogado y procurador, irrisorios o
sencillamente lo que en castizo se denomina
el chocolate del loro.
4. El futuro de los intérpretes judiciales
Deseados o no, se avecinan cambios y, necesariamente, habrá que
enmendar las deficiencias que nuestro sistema judicial arrastra. Una de
las iniciativas principales parte de la Unión Europea. Desde la APTIJ
hemos participado como socio fundador en la creación de la European Legal Interpreters and Translators Association (
EULITA),
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una asociación y foro supranacional que constituye el nexo de unión de
los diferentes agentes del mundo de la traducción e interpretación
judicial a nivel comunitario y donde la problemática ya se ha detectado
hace tiempo. Tal es así que el año pasado se aprobó la Directiva
2010/64/UE relativa al derecho a interpretación y a traducción en los
procesos penales y que obliga a sus Estados miembros a adaptarse a ella.
El texto comunitario habla por primera vez de la calidad en la
interpretación y traducción y de la obligación de los Estados miembros
de establecer uno o varios registros de traductores e intérpretes
independientes debidamente cualificados. De hecho, el último proyecto de
reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal española ya incorporó
entre sus artículos los preceptos de la norma comunitaria citada.
La Directiva 2010/64/UE habla por primera vez de la calidad en la interpretación y traducción
Por otra parte, se ha publicado recientemente el Libro Blanco de la traducción y la interpretación institucional.
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Se trata de un proyecto conjunto entre el Ministerio de Asuntos
Exteriores y de Cooperación, la Comisión Europea, la Red de Intérpretes y
Traductores de la Administración Pública (
RITAP) y la APTIJ y en el que se contó también con la colaboración de Asetrad.
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Se trata de un documento de lectura obligatoria que nos ofrece una
instantánea del estado de la traducción e interpretación institucional
en España y múltiples propuestas de reforma que se deberían implantar en
nuestro país.
Recapitulando, intentamos ser optimistas. Difícilmente cabe rasgarse
ahora las vestiduras cuando verificamos que el actual contexto
normativo nos ha llevado a una situación absolutamente insostenible y en
la que, por desconocimiento o meros criterios económicos, se han
mermado y debilitado las garantías legales que deberían inspirar las
actuaciones judiciales. A pesar de todo ello, hemos ido avanzando
paulatinamente en la dirección adecuada, si bien la distancia recorrida
es mínima y las tareas pendientes, hercúleas.
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Fernando A. Gascón Nasarre nació en Hamburgo (Alemania)
y ejerce desde hace más de 10 años como abogado en Zaragoza, actividad
principal que combina con la de traductor-intérprete jurado de alemán.
En lo jurídico-legal es el Presidente de la Sección de Derecho
Comunitario y miembro del Consejo Asesor del R. e I. Colegio de Abogados
de Zaragoza. Es miembro activo de la Asociación Hispano-Alemana de
Juristas y uno de los socios fundadores de la Asociación
Hispano-Austriaca de Juristas. En lo que se refiere a la vertiente
lingüística es miembro de la APTIJ, asociación en la que desempeña el
cargo de Vicepresidente de la Sección de Intérpretes Jurados y en cuyo
nombre ha participado en el proyecto EULITA. Ha intervenido en múltiples
ocasiones como intérprete en juicio o realizando traducciones para la
policía, el juzgado, abogados y particulares. Es el autor del blog
El Gascón Jurado.