Encontramos en una edición reciente de la Revista Ñ, del diario El Clarín, un artículo titulado “Un ejercicio de lo imposible”
que plantea una interesante reflexión sobre el oficio de la traducción.
El artículo recoge distintas opiniones con respecto a la discusión
clásica y fundamental acerca de lo que es una buena traducción:
‘Uno podría pensar que una buena traducción es aquella que uno la lee como si estuviera escrita en español, pero los mismos traductores dicen que no, que la traducción tiene que dejar que lo extranjero del texto resuene como extranjero en castellano. Tiene que tener esa sombra de distancia interior, lo cual es más complejo que escribir el original’. Jorge Panesi, director de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
‘Aunque parezca una perogrullada, es necesario saber lo más cabalmente posible qué es lo que dice el original y encontrar la mejor manera de decir eso mismo en la propia lengua, respetando todo lo que se pueda las particularidades estilísticas del autor. Toda traducción es subsidiaria de un original y, a pesar de que pueda tener una vida independiente de él en el marco de la propia lengua, el traductor, en la instancia de traducir, debe considerar esa subalternidad para no caer en la mera paráfrasis’. Jorge Fondebrider, poeta y traductor.
Sin embargo, lo que más nos ha llamado la atención es lo relacionado
con la idea de un “español neutro”, ‘esa rara utopía que busca unificar
el núcleo duro del idioma español y borrar las huellas locales’.
Tomando como punto de partida la idea de que un “español neutro” es
una utopía, tendríamos que preguntarnos cuál es el estándar lingüístico a
utilizar en una traducción. Dice el artículo que ‘nos puede tocar una
traducción española, argentina y ocasionalmente mexicana, y da la
impresión de que siempre hay algún motivo solapado y hermético en la
elección, que responde a un mismo tiempo a causas literarias y de
mercado. Es evidente por lo pronto que el así llamado “estallido del
mercado” condiciona ciertos aspectos de la traducción. El hecho de que
Latinoamérica comparta en su mayoría un mismo idioma obliga a las
editoriales a optar por un español específico’.
Quienes hayáis trabajado en los oficios relacionados con la edición
de textos debéis saber que estamos frente a un tema peliagudo, como se
ve al confrontar estas dos citas del artículo:
‘No hay lector [latinoamericano] que no haya experimentado alguna vez ese rechazo hacia una traducción llena de argot ibérico, hacia un libro plagado de “pitillos” y “gilipollas”‘.
‘Según el editor de Anagrama, Jorge Herralde, el desencanto ante ciertos localismos a veces es mutuo: “Recuerdo que cuando publicamos los primeros títulos de Bukowski, surgieron voces escandalizadas: «Qué es eso de la máquina de follar?». Pero hay que tener en cuenta que nosotros hemos tenido que deducir muchas veces que el saco y la pollera eran la chaqueta y la falda”.
Son muchas las preguntas que nos quedan abiertas: ¿bajo cuáles
criterios se debe definir el estándar lingüístico a utilizar en una
traducción? En caso de querer poner a circular un libro traducido en
todo el ámbito hispanoamericano, ¿debemos hacer una traducción inicial y
adaptarla a los matices de las distintas regiones geográficas para que
la gente de cada una de ellas pueda leerla sin sentirse “excluida”? ¿O
debemos defender la idea de que ‘la libre circulación de expresiones
localistas en las traducciones literarias es buena en la medida en que
evidencia la realidad de que los castellanos de todo el mundo son
dialectos y que ninguno es La Lengua’?
Confrontar vuestras opiniones al respecto puede ser muy interesante sobre todo si tenemos en cuenta que Ediciona reúne a profesionales y empresas del sector editorial de los distintos países donde se habla castellano. ¿Os animáis a decirnos qué pensáis de todo esto?
Fuente: Actualidad Editorial
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